José Luis Sampedro, La sonrisa etrusca, Barcelona 1985
Extraído de la edición Mondadori DEBOLS!LLO, Barcelona 2005, pag 104-109
< Las ráfagas de viento alpino estremecen de frío a los pobres árboles ciudadanos, con sus troncos ceñidos al pie por el hielo de los alcorques. El viejo imagina la sangre de sus venas con las mismas angustias de la savia para seguir subiendo tronco arriba. Pero más le duelen los golpes que sacuden el jardín como paletadas de sepulturero; hachazos cuya torpeza acaba excitando su cólera labradora. ¡Qué desastrosa manera de podar! Se ha vuelto de espaldas para no verlo.
Calla el hacha y el viejo procura pensar en otra cosa, pero lo que asalta su mente no calma su irritación, sino al contrario. Renato no tiene arreglo; está domado. Tras su grito de la otra noche ha vuelto bajo el yugo de Andrea. Parece incluso arrepentido: ayer llamó ella por teléfono anunciando su retraso para cenar, a causa de una reunión académica prolongada, y Renato asentía mansamente:
-Sí, yo le bañaré y le daré la cena… Sí, le acostaré; no te preocupes, amor…
Ella continuaba, prolija como siempre, y el viejo oyó a su hijo justificarse así:
-Perdona la brusquedad, vida mía, pero te dejo; el niño está en el baño.
«¡Pedir perdón por eso! -sigue reprochándole el viejo, cada vez que, como ahora, lo recuerda-. ¡A esa mujer, que es la brusquedad en persona!»
Vuelven los hachazos, reinstalándole en el presente. De pronto un chasquido y, tras brevísimo silencio, prolongada quejumbre de madera rota, desplome de ramaje cortado, estrepitoso choque contra el pavimento. El viejo se vuelve sin poder contenerse y dispara su mirada iracunda hacia la copa del árbol.
En lo alto de la escalera apoyada contra el tronco, un hombre con el chaquetón amarillo de los jardineros municipales. Su hacha levantada amenaza ya otra rama. El viejo estalla, su grito es una pedrada:
-¡Eh usted! ¡Respete esa rama, animal!
«Ahora baja y nos liamos», piensa.
El podador, un instante paralizado, inicia, en efecto, el descenso. «Ahora», se repite el viejo, cerrando el puño y pensando cómo compensar su inferioridad combativa frente al hacha. Pero cambia de actitud al acercársele el podador, un muchacho con sonrisa embarazada y gesto amistoso.
-Lo hago mal, ¿verdad?
-¡Peor que mal, sí! Esa rama es justo la que debe quedar. ¿No ve que acaba de cortar otra debajo, en la misma línea?… ¿Dónde aprendió el oficio?
-En ningún sitio.
-¡Maldita sea! ¿Y le permiten seguir matando árboles?
-Necesito comer.
-¡Búsquese otro trabajo!
-Podador eventual del Ayuntamiento o nada, me dijeron en la oficina del paro… ¿Qué podía yo hacer?… Lo siento -añade tras una pausa-; me gustan los árboles. Por eso corto poquito, y solamente las más pequeñas ramas.
Justo, las nuevas… ¡Y deja las reviejas! Es al contrario, hombre.
-Lo siento -repite el muchacho.
El viejo le mira las manos: de escribidor, de arañapapeles. Le mira luego a la cara: simpática, honrada.
-¿Qué hacía usted antes?
-Estudiar.
-¡En los estudios no hay paro! -vuelve a irritarse el viejo, receloso de habérselas con un trapacero.
-Mi padre sólo me da dinero para estudiar la carrera de derecho y yo no quiero ser abogado. Estudio otra cosa.
El viejo sonríe: «¡Bravo, buen muchacho! Equivocado, porque ser abogado da buenos dineros, pero buen muchacho. Podador antes que enredaleyes, ¡bravo!… ¡Abogados, la plaga de los pobres!…». Alarga la mano hacia el hacha:
-Deme eso.
Subyugado por la entonación, el joven le entrega la herramienta y el viejo va hacia el árbol. El muchacho teme que ese anciano pueda caerse, pero le ve escalar los peldaños sin vacilar. Al momento, ¡qué seguridad en los golpes! Primero considera brevemente la fronda, reflexiona, acaba decidiéndose por una rama y chas, chas; la derriba limpiamente.
Al cabo deja la escalera para instalarse en una horquilla baja, desde donde poda alrededor. Vuelve a la escalera, desciende, la cambia de sitio, vuelve a subir… Al fin baja definitivamente. El joven le acoge confuso.
-¡Qué vergüenza! -murmura.
-Vamos, vamos, muchacho, nadie nace sabiendo… Pero menos mal que no le dieron una sierra mecánica, porque hubiera dañado todos los cortes.
-Me dejaron una el primer día y la estropeé -confiesa el muchacho con un asomo de sonrisa-. Desde entonces trabajo con el hacha… Usted sí que sabe… ¿Podador?
-No del oficio, pero entiendo. Soy hombre de campo, ¿no lo ve?
-¿De dónde?
-De Roccasera, por Catanzaro -proclama el viejo, desafiante.
-¡Calabria! -se alegra el muchacho-. Por allí tengo yo que ir el próximo verano.
-¿De veras? -se anima el viejo ante ese interés-. ¿Para qué?
¿Cómo explicarle a ese campesino los objetivos de una investigación de campo para catalogar las supervivencias de los antiguos mitos en el folklore popular?
-Recojo tradiciones, cuentos, versos, canciones… Lo grabo todo y luego lo estudio, ¿comprende?
-No.
«¡Qué cosas más raras inventan estos escribidores para no trabajar!… Los cuentos se cuentan para reírse y las canciones para animarse: ¿qué diablos hay que estudiar ahí?»
-Bueno, luego se publica… Es un trabajo bonito -añade el joven, que no sabe cómo simplificar más la explicación. Y añade, para romper el silencio:
-Yo soy florentino.
El viejo vuelve a sonreír. «Menos mal; por de pronto, no es milanés.»
-¿Quiere un cigarrillo? -añade el joven, temiendo haberle ofendido con sus propósitos de estudiar las tradiciones. En clase les han advertido sobre la potencial susceptibilidad de los sujetos de estudio cuando se realizan trabajos de campo.
-Gracias. Ya se acabó. Aunque se fastidie la Rusca.
-¿La Rusca?
-Una amiga mía. Le gusta mi tabaco, pero que se fastidie.
«Ahora le toca a este mozo no comprenderme», piensa el viejo, regocijado. Y continúa:
-Mire, yo no tengo prisa. Suba a ese otro árbol y le iré indicando los cortes… ¡Pero atine bien! Coja el hacha por aquí, así, ¿ve cómo balancea?… Y mano firme. Vamos, no es tan difícil.
Trabajan hasta pasado el mediodía, observados por mamás y chiquillos. Al viejo le reconforta ser útil, salvar pobrecitos árboles que padecen de frío en Milán y, encima, son asesinados por la burricie de los oficinistas y escribidores. El muchacho es dócil y nada torpe.
«Así crecerá mi Brunettino, sólo que sabrá mucho más; yo le enseñaré… Y a éste se le puede ayudar, aunque no hay derecho a trabajar en lo que no se conoce. Pero no es culpa suya y, además, no es milanés.»
Concluida la tarea, el muchacho le da las gracias y propone:
-¿Me aceptaría un café, señor?
El viejo vacila.
-Una taza de café y un título de doctor no se le niega a nadie, como decimos en la Universidad -insiste el joven.
El viejo rompe a reír:
-¿De un parado sin dinero?
La risa no es ofensiva.
-Tengo dinero… ¡Ayer quemé mis naves: vendí el Código Civil! La mejor edición comentada, la Roana-Brusciani, completamente nueva.
Ríen ambos. El muchacho sujeta la escala a un tronco mediante una cadena con candado, cuelga el hacha del tahalí trasero de su cinturón municipal y señala a un bar de enfrente. Pero en ese momento aparca junto a ellos una furgoneta del Ayuntamiento y asoma por la ventanilla delantera un capataz.
-¡Eh, tú…! Venga, te llevamos al centro.
El muchacho mira al viejo con un gesto de disculpa.
-Lo siento.
-Otro día será. ¡Queda prometido, ese café a la salud del Código!
-Palabra… Búsqueme, seguiré unos días por el barrio, ¿verdad, jefe?
El capataz asiente. Ha estado mirando los árboles y se muestra sorprendido:
-¡Oye, tú; muy bien! ¡Ya vas aprendiendo el oficio!
El viejo y el joven se dirigen una sonrisa cómplice y se estrechan las manos.
-Ferlini, Valerio -se presenta formalmente el joven.
-Roncone, Salvatore -declara cordial el viejo.
La furgoneta arranca y la mano joven saluda desde el cristal trasero. En el apretón de despedida era sana y firme. De hombre.
«Sí, pero mi Brunettino será más hombre todavía.» >